viernes, 15 de junio de 2012

SOL NEGRO.




SOL NEGRO


Hay una idea a la vez paradójica y radical que Evgen Bav?ar parece compartir con el ocultismo –y acaso también con buena parte de la poesía lírica, especialmente la simbolista–: la de que la zona oscura de la Verdad también a su modo ilumina al mundo. Sólo que esa verdad hay que verla con otros ojos que los ojos. Por eso los videntes y los sabios son tradicionalmente ciegos (como Homero, Tiresias y Raftery) o aman las tinieblas (como Baudelaire y Rimbaud): ciegan sus ojos materiales para abrir sobre el mundo otra mirada, menos sumisa a la luz de los hombres y sus mores, menos esclava de las veleidades de la luz pública.
Refugiándose en el estrecho rincón de su intimidad, apartados de la justiciera luz de la razón común, los videntes se dan al sueño, y a veces “escuchan voces” y “hablan lenguas”. Mientras más penetran en la oscuridad, más iluminados van.
Entregarse así a la oscuridad recóndita del mundo es sin duda un gesto harto radical, pero quizá sólo en eso -en la radicalidad– se distingue en algo de cerrar simplemente los ojos para mejor palpar la intimidad. Cerramos los ojos para que la vista no enturbie ni distraiga nuestra concentración o nuestro placer. Cerramos los ojos para dejarnos ir en ellos, y los cerramos, sobre todo, para fiarnos al sueño y soñar. Evgen Bav?ar diría que nos volvemos ciegos para abrir al fin un tercer ojo: ése que mira lo invisible.
Pero –salvo que los dioses nos otorguen ese raro don– no estamos naturalmente dispuestos a la oscuridad y al trato con los sueños. Por eso las más de las veces los videntes no nacen: se hacen; se labran a pulso una condición que por eso mismo en ellos acaba siendo un atributo y hasta un destino. Quizá, como pedía Rimbaud, hacen “monstruosos” sus sentidos, disciplinadamente. Su oscuridad es fruto de esa “ciencia con paciencia” que sólo viene con trabajos y por lo mismo asegura siempre algún suplicio. Porque para los videntes la revelación no es el súbito destello de algo que fulmina al ojo –un des-lumbramiento– sino un oscurecimiento buscado y paulatino, un irse hundiendo gradualmente en un golfo de sombras, un dejarse poco a poco alumbrar (no deslumbrar) por ese sol negro del que hablaba Nietzsche.
Nosotros sin embargo –legos y profanos alumbrados por un sol de luz– no podemos más que aceptar a la distancia y de reojo la negra quemadura de ese sol en la desorbitada visión de los videntes, pues la sabiduría que acordamos a Tiresias o Edipo por ser ciegos no nos anima a ir a buscarla alegremente también nosotros. Primero, porque no es alegre; luego, porque no se la puede ver humanamente más que como una exaltación o una vehemencia, fruto de un merecimiento arduo y recomido. Por eso, quizá, a los ciegos se les atribuye la sabiduría, pero también la ira.
Con todo, que nosotros no podamos fiarnos de esa misma sabiduría a la vez serena y exaltada –o mejor dicho: que no podamos fiarnos a ella– no significa que el hecho de reconocerla sea poca cosa. Porque no se reduce a una tolerancia hipócrita. Nuestro deber de grey humana en este asunto consiste, básicamente, en escuchar a los profetas, no en creer lo que nos dicen. Lo importante es que haya profetas, aunque no les creamos. Porque el sentido que en ellos cumple la grey humana toda no depende de que en ellos encarne la Verdad sino de que encarne, justamente, el sentido de la grey.
Por eso digo que no es importante que los profetas mientan, mientras haya profetas. Lo importante es que el sol negro siga siendo de cualquier forma un sol también para nosotros, y que ilumine a su modo el mundo; que Tiresias le revele a Edipo su propia ceguera, que Homero y Raftery nos revelen la nuestra. En suma, que ese sol de sombra ilumine también a este mundo que, en lo demás, va siempre bajo un sol de luz. 

Francisco Segovia.